Era una chica increíble. La bauticé como "la chica misteriosa de la calle Juan XXIII", nombre de la rúa por donde me la cruzaba cada día. Ella hacia un lado, yo hacia el opuesto. Yo hacia ningún sitio, ella vaya usted a saber. Su perfume me embaucaba; el rastro abandonado en nuestro choque sin contacto, rápido como un parpadeo, se me subía a la cabeza, me embriagaba. Temo que tal vez fuera la mujer perfecta: sinuosa, pelo lacio y moreno, curvas peligrosas, ojos verdes como de gata, tez tostada. No era la chica más guapa que he visto en mi vida, pero tenía un "noséqué" indescriptible. Algo que la hacía única. Un toque misterioso que me transmitía con los ojos en nuestras cortas miradas. Acertijos petulantes tras la superficie de sendas praderas.
Siempre quise pararla y decirle algo. Invitarla a un café, preguntarle su nombre; a dónde iba, de dónde había salido. Pero un día no volví a cruzármela. Ni al siguiente, ni al otro, ni al de más allá. Tal vez se fuese a vivir a otro sitio, tal vez cambiara de trabajo. Sea como fuere se me escapó el tren, como otros tantos se me han ido. Jamás la he vuelto a ver, y sé que jamás la veré de nuevo. Por eso a lo mejor la recuerdo tan bella, tan misteriosa. Porque sencillamente ya no existe más allá de un recuerdo magnificado. Porque sencillamente ya no es ella, sino otra.
viernes, 23 de mayo de 2008
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