Vuelvo de la universidad en un tren de cercanías que extrañamente para en Torreagüera (acontecimiento que ocurre tan sólo seis veces al día, cuarenta y dos a la semana y dosmilcientonoventa al año). ¿Esperar a un autobus o andar veinte minutos largos hasta mi casa? Prefiero un paseo por urbanizaciones y carreteras que se pierden en la huerta, claramente: lo siento por ti, querido 30, tu irregularidad horaria ha ido limando la confianza que un día deposité en tus servicios públicos hasta reducirla a la necesidad, al sí o sí, a los callejones sin salida. Ando placidamente bajo un sol de noviembre que acaricia mi piel con cariño de invierno - el frío se llevó el arrebato de locura del Astro Rey, obstinado en desvencijar mi cutis sin respetar siquiera la cuestionada autoridad de las cremas protectoras -, giro la esquina de una planta baja y a través de una ventana, situada casi a pie de calle, un sonido llega a mis oídos, un ritmo compuesto de familiares y entrañables traqueteos: es el dulce teclear de una vieja Olivetti en peligro de extinción, la resistencia al feroz azote del paso del tiempo, un aquí estoy yo que reivindica su derecho a la existencia en una era de portátiles.
martes, 27 de noviembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario